18 de marzo de 2011

Tomasín y otros distintos

Pasaba hace unos días por la plaza de San Roque, en mi pueblo, cuando reparé en lo muy especial de la escultura a Tomasín: un señor algo distinto que la inauguró en vida y cuyo mérito fue el mejor posible para una escultura (logro que no igualan ni generales ni salvadores de la patria): el afecto atemporal y muy intenso que el pueblo le tuvo (le tiene). Yo lo recuerdo de mi niñez, pero más recuerdo otros distintos que formaron parte de mi preadolescencia (segunda fase: Yayo y las palomas, Tariro y sus sandalias con calcetines, Mari Paz). Lo de especial viene por el respeto cariñoso o al menos la tolerancia delicada que entonces se dispensaba (casi siempre) a aquellos que no estaban en la normalidad; viendo el busto de Tomasín se me ocurrió que quizás eso sólo puede suceder así de espontáneamente en una comunidad pequeña (por entonces en el casco éramos como 5000) que sea muy consciente de los individuos y del lugar (de la importancia) que cada uno tiene en ella. Ahora que en mi tercera fase en el pueblo éste creció y se expandió y se llenó de residenciales, me preguntaba si otro Tomasín tendría su busto, pero como foráneo desarraigado necesitaba la mirada de alguien de aquí. Así que propuse a Javi, escritor (entre otras cosas), que me escribiera algo para este blog. Javi entendió a su manera (faltaría más) lo que yo buscaba, y me envió un escrito con permiso a arrojarlo a la papelera de reciclaje si no encajaba. No lo hice por dos motivos: primero, porque me debo lealmente a mi ofrecimiento, y nada más feo que invitar a alguien a casa y hacerle pasar la fregona; segundo y más importante, porque como suele suceder, el resultado es mejor aún que mi intención. En efecto, mi curiosidad local por entender qué hace que Tomasín tenga un busto en una plaza se actualiza, se enaltece y se convierte en una estampa universalizable de comprensión, de aprecio y de valoración, y se demuestra en fin cómo, para cambiar el mundo, también (o quizás sobre todo) vale con cambiar una mirada.

Si hay algo que me fascina de él es ese silencio hondo y absoluto en el que se envuelve. Es como una isla dentro de la isla. No sé qué edad tiene aunque sospecho que rondará los veintitantos pero creo que el tiempo a él ni le inquieta ni le importa.  En ese sentido es todo un privilegiado.  A Javier lo descubrí verdaderamente hace tan solo unos años, cuando me mudé a una casa que está muy cerca de donde él vive con sus padres. Hasta ese momento éramos meros vecinos de pueblo y yo lo conocía someramente al coincidir en  varias acampadas organizadas por los scouts, a los que él pertenecía y con los que yo colaboraba siempre que podía en todo lo relacionado con el medio natural.
Entonces su existencia me resultaba estólida pero cuando pasamos a ser vecinos de calle y nuestros encuentros fueron más frecuentes me sorprendió gratamente su natural bonhomía y la amplia autonomía de la que disfruta a pesar de su notoria incapacidad psíquica, que según he sabido con posterioridad, deriva de una complicación fortuita en el momento justo de nacer. Los tramos sin asfaltar por los que transcurre a veces la vida, que diría el poeta.  
Basta con mirarlo a los ojos, siempre ausentes a pesar de su fijeza, para advertir su discapacidad. Es un niño perenne en un cuerpo que envejece. Ahora lo sé a ciencia cierta por su discurso, falto de madurez y de coherencia y por su voz aún aflautada que surge de un hombre ya en sazón, y que en ocasiones, mientras habla cosas triviales con algún vecino, entra en mi casa, delgada y sutil, por los intersticios de la puerta.
Hace unos meses coincidimos mientras estaba cada uno en su azotea. Él permanecía acodado en la cornisa de la fachada, mirando el paisaje que se abría hacia el poniente. Lo llamé, pero no respondió. Volví a llamarlo y continuó en su ausencia, absorto, indiferente a mi presencia. Sé que me oyó pues la distancia entre ambas cubiertas es de apenas unos metros. No sé porqué pero en ese momento, mientras él observaba quedamente el paisaje, pensé en las gárgolas de Notre Dame, que acodadas en la balaustrada de la catedral otean desde el medievo la extensión ya sin límites de París. He de reconocer que me embelesó su contemplación y aquel silencio de burbuja que decidió establecer entre él y el mundo exterior mientras sucedía un bellísimo atardecer. Ahora no hay semana que suba a la azotea y lo busque y lo descubra en esa posición, en su rincón orientado al atardecer, deleitándose siempre ante el mismo paisaje de tierra, luz, cielo y mar. Ahora cuando suceden estos encuentros, mientras desdoblo y expongo la ropa al soplo necesario del alisio, ralentizo la tarea y lo observo porque su silencio y su contemplación me fascinan y me sosiegan.
Ayer, entre una aglomeración confusa de sucesos y de gentes lo vi en el parque, empleado como jardinero, con el peto verde y unas botas enormes, mientras recogía con otros compañeros de igual condición las hojas secas que arrancaba el viento de un viejo flamboyán. Luego, de nuevo entre las gentes y los ruidos que convoca cada mañana la insistencia de la rutina, lo divisé ya apartado, solo, sentado entre las lavandas con un pequeño rastrillo que sostenía inconsciente entre sus pies. Estaba profundamente callado entre el fragor de un mundo que gira y gira sin parar y sin esperar, entregado a sus elucubraciones, como lo haría un monje cartujo en la celda solitaria de su monasterio. Lo llamé y, como esperaba, ni se inmutó ante su nombre y mi voz, pero he de reconocer que al verlo allí, tan callado, pensé en lo necesario que es el silencio hoy en día para sobrevivir.
Javier Estévez 


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