Sísifo dichoso (más fuerte que su roca)
Léase (sabiendo que después de leer algo tan extraordinariamente hermoso y lúcido, no queda de otra que sentirse terapeuta chiquito y luego aplaudir):
Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es tanto por sus
pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la
muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio
indecible en el que todo el ser se dedica a no acabar nada. Es el precio
que hay que pagar por las pasiones de esta tierra. No se nos dice nada
sobre Sísifo en los infiernos. Los mitos están hechos para que la
imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo
el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla
rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el
rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro
que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la
tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos
llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio
sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve
entonces cómo la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo
inferior desde el que habrá de volver a subirla hasta las cimas, y baja
de nuevo a la llanura.
Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre
tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra. Veo a ese hombre volver a
bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá
jamás. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan
seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno
de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las
guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su
roca.
Si este mito es trágico lo es porque su protagonista tiene conciencia.
¿En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera
la esperanza de conseguir su propósito? El obrero actual trabaja durante
todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es
menos absurdo. Pero no es trágico sino en los raros momentos en que se
hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde,
conoce toda la magnitud de su miserable condición: en ella piensa
durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento
consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no se venza con
el desprecio.
Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede
hacerse también con alegría. Esta palabra no está de más. Sigo
imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al
comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado
fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la felicidad se hace
demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del
hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es
demasiado pesada para poder sobrellevarla. Son nuestras noches de
Getsemaní. Pero las verdades aplastantes perecen de ser reconocidas.
Así, Edipo obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia
comienza en el momento en que sabe. Pero en el mismo instante, ciego y
desesperado, reconoce que el único vínculo que le une al mundo es la
mano fresca de una muchacha. Entonces resuena una frase desmesurada: "A
pesar de tantas pruebas, mi avanzada edad y la grandeza de mi alma me
hacen juzgar que todo está bien". El Edipo de Sófocles, como el Kirilov
de Dostoievski, da así la fórmula de la victoria absurda. La sabiduría
antigua coincide con el heroísmo moderno.
No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual
de la felicidad. "¡Eh, cómo! ¿Por caminos tan estrechos...?" Pero no
hay más que un mundo. La felicidad y lo absurdo son dos hijos de la
misma tierra. Son inseparables. Sería un error decir que la dicha nace
forzosamente del descubrimiento absurdo. Sucede también que la sensación
de lo absurdo nace de la dicha. "Juzgo que todo está bien", dice Edipo,
y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo feroz y limitado del
nombre. Enseña que todo no es ni ha sido agotado. Expulsa de este mundo a
un dios que había entrado en él con la insatisfacción y la afición a
los dolores inútiles. Hace del destino un asunto humano, que debe ser
arreglado entre los hombres.
Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le
pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo, el hombre absurdo, cuando
contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos. En el universo
súbitamente devuelto a su silencio se elevan las mil vocecitas
maravilladas de la tierra. Llamamientos inconscientes y secretos,
invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el
premio de la victoria. No hay sol sin sombra y es necesario conocer la
noche. El hombre absurdo dice "sí" y su esfuerzo no terminará nunca. Si
hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos, no
hay más que uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe
que es dueño de sus días. En ese instante sutil en que el hombre vuelve
sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro,
contempla esa serie de actos desvinculados que se convierte en su
destino, creado por él, unido bajo la mirada de su memoria y pronto
sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de
todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no
tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando.
Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su
carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y
levanta las rocas. El también juzga que todo está bien. Este universo
en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los
granos de esta piedra, cada fragmento mineral de esta montaña llena de
oscuridad, forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a
las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a
Sísifo dichoso.