Felicidad contagiosa
Un estudio en BMJ analiza de forma profusa, potente y metodológicamente muy elegante un grupo de más de 12000 personas (en algún momento) durante 32 años de forma bastante continuada, y las redes sociales que se crean entre ellos, y observan que aunque se sabe que la emoción en general es contagiosa, las redes sociales diseminan la semilla de la felicidad incluso con tres grados de separación (fenómeno ya observado respecto a hábitos como el fumar o la obesidad, pero muy novedoso en este ámbito emocional): si el amigo del amigo de tu amigo es incrementa su nivel de felicidad, de alguna manera te impacta (bastante diluido, es cierto, pero de forma estadçisticamente significativa). No sólo eso: la gente feliz suele ocupar posiciones centrales en su red, y asociarse en clusters con otra gente feliz. Este efecto de contagio requiere una afinidad amistosa, no simplemente laboral, y se modula a través de la cercanía física también (más cerca, más facilidad de contagio).
Es decir, la felicidad no es sólo un atributo individual, sino también grupal. Psicología comunitaria en toda regla.
Esto me sugiere a la vez dos ideas: una, la dificultad de hacer funcionar un grupo de terapia compuesto de personas con distimia, por ejemplo (hay evidencias de que exige un equilibrio difícil de llevar a cabo, y la eficacia no acaba de estar clara); dos, que hace años cuando acudía a Casa del Tíbet en Barcelona a charlas/sesiones de meditación, recuerdo escuchar que parte del Dharma era buscar la conexión con otra gente que estuviera impregnada de energía positiva (digámoslo así) y de alguna manera evitar a la gente que transmite negatividad. No me pareció particularmente compasivo en aquel momento, pero supongo que con toda justicia en una encuesta entre varios miles de psicólogos del ámbito anglosajón hace un tiempo, el psicólogo más brillante e influyente de la historia resultó ser...Buda. Y sin puñetera idea de estadística, el tío.
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